Mirador
Me iba a atacar, seguramente, y quizá a morder, pero tú te pusiste entre él y yo, pequeño cocker, y tus ladridos lo detuvieron hasta que doña Leopolda salió de su casa y lo llamó.
-Ha de perdonar usté, Armandito -se disculpó, apenada-. Es que no sabe de gente.
-No se apure, tía. Yo tampoco sé de perros, por eso me acerqué a la casa.
Doña Pola vivía sola y su alma. No se casó nunca. Dicen que decía: “Tengo frazadas que me calientan y perro que me gruñe. ¿Pa’ qué entonces me caso?”.
Aquel día yo le llevaba una bolsa de pan de pulque de Saltillo, y ella me regaló una yoguita de aguamiel. Nos fuimos luego. Una voz de la tía hizo que su perro se quedara quieto. Aun así de vez en cuando volvías la mirada para ver si nos seguía.
Jamás olvido tu bondad, mi Terry, y me alegra que no hayas conocido mis maldades, aunque sé que las habrías perdonado. Me amabas, y el que ama perdona.
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