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Un día el monje Baldo amaneció sin cabeza.

Inútilmente la buscó en su celda. No la halló. Preguntó luego a sus hermanos si la habían visto. Ninguno le dio razón de ella. Se pusieron a buscarla por todos los rincones del convento, y después por la huerta monacal. La búsqueda fue inútil: la cabeza no apareció.

Fray Baldo pensó que la había perdido en el pueblo, pues el día anterior había visto ahí a una bella mujer, y supuso que eso lo hizo perder la cabeza. Por medio de público pregón ofreció una recompensa de un millón de indulgencias a quien la entregara o diera informes tendientes a su localización. Tampoco eso sirvió.

Ahora el monje Baldo vive sin cabeza. El padre prior trata de consolarlo, le dice que así van muchos por la vida. Él sonríe -imaginariamente, claro-, pero sigue triste. Sabe que nunca será santo, pues un santo sin cabeza no se vería bien en los altares.

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